viernes, octubre 16, 2009

Inercia

Felipe Parra
Y no habían pasado más de quince minutos desde que dejó la alarma programada para un cuarto para las seis, cuando el chillón repiqueteo del aparato lo obligaba a levantarse. El insomnio le había ganado la partida nuevamente
Sin ganas, se puso en marcha y en menos de una hora ya estaba embarcado en el buque de lata con ruedas que lo llevaba a su destino, no de aquel destino ontológico y filosófico, sino más bien sólo a su trabajo.
El sol se levantaba fuerte en Octubre y los raídos lentes de sol que portaba, no le otorgaban protección que sirviera ante la magnitud de su peor enemigo, el astro rey. La gente en el vehículo portaba un rostro, no menos deprimente que el de él, mujeres ojerosas, niñas durmientes, ancianos despiertos y hombres, como ovejas embarcados junto a él, sin siquiera saber el nombre del de al lado, sin importar que compartían el microbús desde hace ya cinco años, por lo menos.
No estaba atrasado, como de costumbre, pero su ardiente impaciencia de siempre lo hacía subir las escaleras raudamente, hasta llegar al quinto piso, claustro que lo mantendría preso por el resto del día. La oficina, solitaria, carente de luces encendidas, ordenada aun, virgen de hombres y mujeres que moviesen una hoja o que desordenaran una silla. Claro, aun quedaban treinta minutos para que llegase, tan sólo la primera persona, el conserje.
Encendió una a una las luces de los pequeños cubículos que aderezaban la pastel habitación. Siempre había querido hacer eso, pero la inercia de los días que pasaban uno a uno como salidos de la copiadora de junto a su escritorio lo hacía hacer siempre, lo de siempre Luego se tumbó en su incomoda silla y tomó el teléfono, sin ganas de marcarle a nadie, era esa misma inercia que lo hizo levantarse, la que dominaba su actuar hasta por lo menos las 10.
El día era hermoso. Pero él estaba condenado a estar el día completo ordenando papeles y sacando cuentas. No podía pedir más, era la vida que había decidido vivir desde ya treinta y nueve años. Años que mañana serían cuatro décadas completas.
La vida allá afuera era demasiado bella para ser narrada desde estas cuatro paredes, por lo que él se levantó decidido. Tomó unas carpetas de su escritorio y se puso a trabajar. Completó siete formularios en un poco rato, dejándolos en el costado, frente a la copiadora. Ya casi llegaba el conserje.
Sonrió apaciblemente, mientras miraba el reloj a punto de sonar. Este, un poco más alegre que el del velador de su casa, sonaba sólo a las nueve treinta y a las seis, con un chirrido alegre, asimétrico. Un real despertador.
Y así lo era, al fin las cicatrices del insomnio habían cerrado por completo. Veía tan claramente las cosas que la luz ya no lo cegaba, más bien era la perfecta bendición matutina, como siempre debió ser. Encendió la cafetera y se sentó entre las persianas y la puerta, aguardando el tic tac del reloj.
El conserje venía atrasado, como de costumbre. Él lo sabía muy bien, conocía las rutinas de todos y cada uno de los individuos que vendían seguros tal como él, incluido el conserje y la preciosa chica que vendía los almuerzos a las una y media de la tarde. No era psicopatía, era empatía, le interesaba saber cómo estaba el que compartía espacio con él, le importaba que a la secretaria del cuarto piso se le haya muerto el esposo, que la de contabilidad tenía un romance con el jefe, que su compañero de oficina era homosexual y no se lo había contado aun a su mujer y muchas cosas más.
Entonces, sabía lo que venía. Sólo faltaba que sucediera.
El anciano que se ocupaba del aseo recorría todos los pisos, verificando que esté todo ordenado y presto para que los yuppies de siempre, como él, comenzaran su jornada de papeleos y números que el conserje desconocía. Una vez lo vio en la hora de almuerzo hojeando a Dostoievsky, tumbado en una escalera, fumando un cigarro barato.
El hombre entró a la habitación en el preciso momento que el café anunciaba su ebullición. Él lo tomaba con ambas manos para sentir el calor quemando en sus yemas, ya no hacía frío, más bien lo hacía por su ya conocida inercia. El tipo del aseo no pudo ver la figura del casi cuarentón, sólo pudo ver sus ojos verdes cuando era empujado contra la ventana abierta de antemano. El hombre pudo sentir un envidiable viento frio en su cuerpo ingrávido en el aire durante los cinco pisos que antecedían una muerte segura. Y así lo era.
Él se ajustaba la corbata, le importaba lucir bien, sobre todas las cosas.
Miró desde arriba al viejo inerte, en el fondo del pavimento, rodeado de hormiguitas que se codeaban para mirar de manera morbosa a quien no supo aterrizar de manera correcta.
Si alguien le pregunta por qué lo empujó, él ya sabía la respuesta. Le echaría la culpa a la inercia, la bendita inercia.

sábado, agosto 08, 2009

Ruta Mar (última copa, tres botellas vacías )


Me fumaba un cigarrillo más, mientras miraba a Nora palidecer al ver mi estado. Mi puta triste, mi amiga del alma. Al lado de una estantería del comedor de la casa, se encontraba una vieja foto de tres estudiantes de arte, Nora, Ella y yo. Los tres amigos bohemios que en un otoño de hace mil años deambulaban ebrios y felices por las calles porteñas. Recuerdo felices de tiempos que quizás fueron la cumbre de mis días, cuando aun podía soñar algo que no fuese ella... pero su perfume y sus besos me llamaban, me incitaban a cumplir la decisión tomada. - Acá tienes algo para tomar- dijo mi psiquiatra apócrifa, pasándome una botella de ron, la cual bebí largamente, sintiendo las gotas del licor de caña retorcer y acelerar los latidos de un corazón decidido, de un corazón desquiciado, un corazón que aun no había comprendido que había muerto junto con Ella. - Pásame la pala- ordené a Nora- con la mirada fija en la botella casi vacía -Mierda- exclamó la mujer- mal día parece, ¿Te sientes mal? -No querida, me siento de maravilla, sólo tengo sed, y no es de alcohol... es algo más... que sólo Ella entendería. Y no había más, sólo me quedaba tomar la pala apoyada en la pared y empezar a andar. No escuchaba la perorata de Nora, no sentía la lluvia cayendo inclemente sobre el tejado de mala calidad, ni veía la gotera manchar el piso de madera. Sólo escuchaba la voz de Ella en mi cabeza, llamándome, pidiéndome una última noche, noche que no rechazaría... la mujer de mi vida, eso era Ella, y mi vida se había ido al caño de los vómitos, ya no tenía pinturas ni retratos en la plaza Victoria, sólo tenía alcohol en la sangre y una mente perdida en las calles porteñas que siempre he recorrido, Mis Rutas por el Mar, lienzo que tanto le gustaba a Ella... La lluvia caía como el telón final de un teatro pobre. Los cerros anegados, las cascadas urbanas y la costa cubierta de viento... todo me entregaba la vista panorámica del cerro donde reposabas tu sueño... según Ella y su fe, un sueño pasajero. Casi me hacías creer en dios... como no creer en él, si te tenía en mi vida. Los bares me llamaban, desde la casa de Nora los conocía todos, el sutil aroma a tabaco y vino tinto me llamaba como endemoniado, pero no, ya sabía dónde iba, junto a ella, necesitaba verla una vez más, su aroma...

La eterna caminata fue interrumpida por una parada, una compra de las más extrañas nupcias que puedan conocerse: dos botellas de whisky y cigarrillos para el camino. Volvía a llover. Pero ya no me importaba, el calor del alcohol en la sangre y de mi larga caminata a Playa Ancha, me hacían olvidar por completo el frío de la noche, mi pierna destrozada y mi cuerpo empapado en lluvia y sangre.
Barrio puerto. Ni un alma por las calles más oscuras de esta ciudad indolente. Mi cuerpo empapado no sentía frio, es más, no sentía nada desde hace unas pocas horas... no, que digo horas, creo que ya son meses... pero no, ahora sentía este ardor. Era patético notar que volvía a vivir sólo en el ímpetu de estar con ella- carajo, mi pierna.
Y caigo. Iniciando lo vertical de la veintiuno de mayo caigo, mi pierna arde como hielo hirviente, el alcohol en mi sangre ya no detiene el dolor... el dolor. Recordaba cuando en este mismo paseo vendí mi primer cuadro, un paisaje horrible de una calle del cerro alegre, con la cual estafé a un turista...
La pala era mi mejor muleta. Irónico pensar que en este cerro empezó todo, mis ideales revolucionarios, mi gusto por la pintura y el vino tinto... y para colmo de males una compañera de curso queriendo ordenar mi vida... bueno al menos Ella lo intentó. Y aquí estoy, mas desgraciado que nunca, intentado poner las cosas en su lugar, frente a frente con esa aula con vista al mar... ruta que tanto nos gustaba.
Paraba de llover, al menos en el exterior. Las primeras lágrimas brotaban de mis ojos, lágrimas que no escaparon cuando Ella se iba. Pagaba a largo plazo un duelo perdido entre tanta copa de whisky y cerveza.
La noche ya no helaba otra vez. El cementerio me recibía con un bendito silencio, que sólo un perro cojo agujereaba con uno que otro ladrido. La reja no fue problema, ya la había saltado una que otra vez en días mejores.
Las calles de esta urbe de pobres muertos y muertos pobres serpenteaban confundiéndome. Di unas vueltas inconexas sin saber hacia dónde, sólo la botella de whisky era mi farol... mi brújula.
Me mareaba. El alcohol subía a mi cabeza y me desplomaba-nuevamente- Y mi mareo se transformaba en arcadas, y mis arcadas y en regurgitadas violentas sobre la tumba de algún pobre diablo... o del mismo diablo, quien carajo sabía.
Y ahí las imágenes y sonido comenzaron a difuminarse entre el presente y lo que pudo ser un pasado. Estaba Ella, Nora, y uno que otro amigote pasajero... era el bar, nuestro refugio... nuestro hogar... nuestro motel más barato; y Nora la puta más deseada.
El arcoíris de bilis gástrica cesaba. Mis ojos podían ver de nuevo y de entre la sombra de una noche nublada veía la verdad, que estaba realmente solo. No de esa soledad poética, como leí en algún poema de Pedro Lastra... no era la soledad más agria, como el sabor de mi boca, soledad que ni mil botellas ni mil rutas por el mar podían aplacar. Mi vida tenía un norte, una lápida, un nombre y apellido... Ella.
La pala era para algo, aparte de asistir a mi pierna destrozada. Era para cavar.
Palada tras palada, cada una más frenética que la anterior, sentía que su perfume ya se asomaba por el campo santo, que sus labios de rojo eterno pasearían por mi cuello, que su voz...
Llegaba a ella. Comenzaba a llover de nuevo. Con más fuerza, con más ira, con más desesperación. Ad hoc.
La tierra mojada se empantanaba, la pala ya era el cucharón de un caldo de mierda sobre el cuerpo de ella. Boté la herramienta y empecé a escarbar con las manos. Las mismas manos que tantas veces la plasmaron desnuda en el lienzo inocente.
La lluvia caía como telón de fondo... sobre mí, sobre ella. Y ahí estaba, al fin junto a mí, encerrada en un caoba, pero junto a mí, ahora por siempre.
Con el lodo hasta la cintura, sentía como Ella me llamaba desde dentro del féretro, como su dulce y fuerte voz se mezclaba con el agrio sentir de mi paladar. Comencé a gritar su nombre como un loco, enajenado perdía mis uñas al tratar de entrar a su prisión de madera... pero no, ya no estaba intentando entrar, ya estaba dentro, rasguñaba las paredes por inercia, pero no, ya estaba con ella.
Sentía el sofoco del poco espacio entre los dos. Al fin estaba con ella. Dentro de su tumba sentía que por fin estaba vivo. Irónico.
Mi voz se cortaba entre el poco aire que me quedaba, alcanzaba a decir su nombre por última vez, de tomar de entre lo oscuro del féretro la botella de whisky, le di el más largo de los sorbos, como el más largo de los besos.
Prendí el encendedor que Nora me había obsequiado y pude ver su rostro. Desfigurado y no por ello hermoso. La necrosis y las larvas hacían su trabajo natural, pero aun así la abrazaba. Su cuerpo seco y descompuesto era lo único que me quedaba. Ya no más bares. Ya no más vagar y beber, vagar y beber.
Quizás así acabaría mis rutas por el mar.



lunes, julio 20, 2009

Ruta Mar (cuarta copa, segunda botella)

El agua había perdido su tibiez ya hace diez minutos y mi rostro empapado de jabón y restos de mi barba comenzaban el escozor típico tras la afeitada. No lo hacía hace dos meses y mi rostro se había cubierto casi por completo con mi barba. Afeitado me veía más joven, así lo decía ella.
Diez de la noche. Y congelaba como un demonio, la brisa porteña, esta poética brisa porteña no significaba más que el agravamiento de mi tos. Pero así lo era, mi vida licenciosa- en voz de Nora- era la culpable de muchos de mis males, enrostrados en la realidad que no vivía un día sin una copa. Las mujeres en mi vida siempre tenían la razón, Nora y Ella. Mi amiga de la vida y la mujer de mi vida.
Bajé caminando como de costumbre, con la sensación de haberme sacado diez años de encima. Sentía el rostro tan malditamente limpio como en los días cuando intenté estudiar arte, en otro cerro frente al mar. Pero no, ya no era el mismo ingenuo lleno de ilusiones de grandeza. La pequeñez de la agonía de estos días incitaba esta locura... ella, algo quería.
La cerca ya no tenía arreglo- hum- la tuvo cuando ella aun vivía. Pero estaba seguro de que no era la cerca y que me afeitara lo que Ella quería.
La cuarta copa en el mismo bar de siempre. Rutina, nada más que la asquerosa rutina que he llevado desde que ella se fue. La de siempre, la salvedad era que Nora no estaría, Aquiles tenía gripe. Al menos en su hijo ella podía perdurar. Con el tiempo, me volvería canoso y esta tos de seguro desembocaría en un cáncer, para acabar muriendo solo, sin ningún parroquiano que se tome un último trago en ese bar del ocaso. Sin Ella.
De pronto, el viento golpeó con furia la ventana, abriéndola, dejando entrar un gélido ventarrón que derramo mi vaso sobre la barra. Una fuerte tos me vino, un ahogo endemoniado que me arrojó al suelo, frente a la indiferencia del resto de ebrios del lugar.
Entre mis tos, escupí sangre. Roja, espesa- demasiado espesa- la que empapo mi camisa y el suelo de madera roída. Mi boca sabía a ratas, mi aspecto era más deplorable que de costumbre.
-No me equivocaba con lo del cáncer- musité al notar que entre el charco de sangre había escupido algo más.
Era una medalla de la virgen, de Ella. Y esta vez estaba completamente seguro de que no era una jodida alucinación propia del alcohol haciendo estragos en mi sangre, esta sangre.
A patadas el dueño del bar me lanzó fuera, como un borracho más, al borde de un coma etílico. Llovía.
La lluvia caía gruesa, con furia. Entre el tupido velo de agua veía un silueta, una silueta a color, la de Ella. Conocía su silueta de memoria... su perfume, aroma que me había acompañado en las últimas semanas y ahora... estaba allí, aquí, sabía que no estaba loco, no lo estaba; sabía que no estaba borracho, no lo estaba.
Me acerqué con violencia a la silueta de Ella, con violencia tal que la empujé hacia el suelo. La besé con un frenesí inédito en mí. Era la pintura que mi lienzo estaba buscando, la de sus rojos labios.
Sin darme cuenta, rodamos hasta el borde de una quebrada, cayendo por ella. Sintiendo las piedras punzantes rasgar mi piel y la de Ella, comprobaba que era ella, tan bella.
Golpe tras golpe, acabé en el suelo, sangrante, feliz. Había estado con ella por última vez.
Sentía mi vista nublada, la lluvia cesaba. La silueta desaparecía, pero en mi puño conservaba un jirón de su cabello... y su medallita de la virgen.
Me levanté como pude. De seguro me había quebrado uno que otro hueso. Pero para esto estaba hecho, para vagar y beber, vagar y beber. De seguro había perdido el juicio, o mejor aún, ya había muerto y podría estar con ella, hasta que la muerte nos separe....
Sabía dónde estaba. Cerca del cuarto que arrendaba Nora.
La pierna me dolía como un demonio, apenas podía arrastrarla. No sé cómo podía moverme pero estaba llegando
-¡Por Dios, qué te pasó!-gritó Nora espantada al ver mi aspecto. No la culpo, no lucía mi mejor momento, sin contar mi pierna en su extraña posición. Dolía demasiado
Me tumbé en el sillón rojo del centro de la habitación, manchándolo de sangre y lluvia. Ella me quería cerca, de otra manera no me habría buscado. Sus zapatos, su perfume, su silueta...
Si alguien me escuchara... seguramente me olerían y sentirían lo borracho que debo estar-hum- pero era verdad, la silueta que abracé, el perfume que sentí, los labios pintados rojo que besé, eran tan real como yo, como Nora...
Y de nuevo la tos, la sangre y de nuevo la lluvia. Sentía el cuerpo molido, pero no podía dormirme, tenía que verla. Tenía que comprobar con mis propios ojos que ella ya no estaba aquí, tenía que saber lo que Ella quería decirme, debía. Se lo debía.
-Nora-dije
-¿Sí corazón?-respondió tratando de limpiar la sangre que escupía junto con mis dientes, estropeando su sillón
Ya sabía qué hacer
-¿Tienes una pala?-

sábado, julio 11, 2009

Ruta Mar (tercera copa)

Y allí me veía nuevamente, sentado en la barra del bar de costumbre, con Nora contándome sus desventuras y atracones varios en medio de la oscuridad de la noche. Ella lucía deprimida, su semblante no me incitaba a nada más que invitarla otra copa.
La densa niebla del humo de cigarro enturbiaba mi vista, pero de entre ese estupor aún se podían distinguir los rostros. Nora ya no era muy joven, pero se mantenía audaz en lo que ella sabía hacer mejor, era una... digamos una experta en la materia, sin contar las miles de veces que posó para mí, eso claro, acabó cunado la conocí a ella. Perdón, a ELLA.
Habían pasado dos semanas desde que la he estado sintiendo cerca, su piel, sus ojos, su perfume, disipado entre los antros y tugurios de este puerto lleno de bohemia y agonía. Había cabalgado-a pie-bar tras bar, para saber si realmente me había vuelto completamente loco, o si sólo era la expresión alcoholizada de una mente tan acribillada por el placer de ayer.
Y en esas encontré a Nora.
Me había acompañado desde siempre. Más que una amante recurrente era mi psiquiatra, cuyas únicas recetas consistían en copa tras copa. Pero así era ella. Festividad externa, funeral por dentro, vivía la vida hasta el límite, hasta el nacer de Aquiles, su hijo, cuyo nombre había elegido yo, tras intentar pintar un cuadro que nunca me gustó.
- ¿Y no has pintado?- pregunta ella, respondido por un gesto de ironía y tristeza de mi parte. Era un no rotundo, uno con ganas.
Porque no he pintado, interesante pregunta. Quizás porque no tengo dinero para pintura y lienzos, pero no, esa no era la razón. Desde que deje de sentir la piel de ella, me he vuelto un completo neardental, un simio danzante que lo único que sabe hacer es vagar y beber, vagar y beber, vagar y beber...
Y ahí volvemos a la razón de mis problemas. Ella. No Nora, ella sólo era un personaje más en el variopinto escenario de esta sucia ciudad. Nora me acompañaba en mis rutas por el mar, era tal como yo. Imperfecto, desganado, sin dinero- sobre todo sin dinero- y más que cualquier epíteto que nos podamos dar, compartíamos el dolor de haber perdido a alguien. Yo, a mi diosa, la mujer perfecta, y Nora, a su hermana. La misma persona, ella.
Ansiosa por otro trago, Nora salió a conseguirse dinero, como sólo ella sabía hacerlo- eso es lo que me gusta de mi puta triste-.Mientras, sumido en el estupor de alcohol y humo, alguien me llama, dice mi nombre con una voz que no se olvida, una voz familiar.
No puedo ver nada, pero sin hacerlo mi piel ya lo sabe todo. Esa voz, sutil pero sugerente, ese perfume, que se contrasta con el humo de tabaco. Unos labios pintados de rojo se posaron en mi cuello. Sin duda era ella.
Se toma un trago a mi lado, me habla de la canción de Luis Miguel que tanto le gusta, me dice que debería afeitarme, que pinte algo, que arregle la cerca...
Embobado en su discurso y perfume, no dije nada. Mi rostro delataba placer, sin duda era ella y la quería cerca, como antes. Estiré mis brazos para estrecharla, pero no la alcanzaba. Me estiré un poco más y sólo conseguí irme de bruces contra el suelo, azotando mi delirante humanidad contra las tablas apolilladas del suelo.
Me levanté casi saltando, pero ya no había humo, ya no había voz, ya no había perfume. Ya no estaba Ella.
Nora, se me acercó con dos copas de whisky, algo desgreñada y con el maquillaje puesto a la rápida. Me entregó el vaso con ternura, una de hermana.
-¿Viste un fantasma?- preguntó arreglándose el pronunciado escote de su blusa.
- Un fantasma Nora, claro que sí, un fantasma- respondí, bebiendo de mi copa, sintiendo algo en mi cuello, una mancha en mi camisa. Lápiz labial, rojo, intenso. El de ella.

domingo, julio 05, 2009

Ruta Mar (segunda copa)

El mullido pasto, la fría luna... contrastaban al alcohol en mi sangre, provocando una sensación de tibiez vomitiva, pero que al menos me devolvía el sano juicio, el poco que queda.
Y me vi allí, rodeado de adolescentes ebrios, esperando la salida del sol, signo que les diera fin a sus desenfrenadas noches de juerga. Me sentí desacomodado al darme cuenta adonde me llevó mi loca carrera- la seguí por tres horas- hasta darme cuenta que por más que se le parecía, no era ella, no.
Mi mente me seguí jugando chueco. Y no es que yo sea de jugar muy limpio que digamos, pero estaba harto ya, de que cada vez que saliera a tomarme un trago, la viera... sintiera su perfume, su presencia. El "delirium tremens en su apogeo", como dijo mi psiquiatra, en la ultima sesión, sesión que todas las anteriores, sólo me daban muestra patente de cuan demente y dependiente a los fármacos me hacía a medida que pasaban los años.
Comencé el camino de vuelta cuando el sol ya clareaba. La sensación purpura en mis ojos lagañosos provocaba algo de dolor. El sol y su inclemente fuerza cegaban mi andar, haciéndome rebotar por las paredes de la estrecha escalera que me llevaba a lo que yo llamaba hogar.
-Camine hasta tropezar-
Al notar con qué había tropezado, vi que era un zapato de mujer, taco fino, rojo... de sinuosas formas y recuerdos. Recuerdos de ella, obviamente.
La imagen de verme caminar con un zapato de mujer en la mano era un tanto absurda, pero también lo era mi existir. Lo abúlico de mis días sin pintar nada nuevo, hacían que mi cartel de pintor sólo fuera eso, un cartel. Esta pseudo-depresion me tenía mal, ojeroso, despistado -sin una trozo de hígado- pero sobre todo, estas últimas semanas habían sido en extremo raras, asunto que me tenía más confundido que de costumbre.
Dormí la resaca durante catorce horas. Mi boca sabía a rayos y mi cabeza dolía como demonio, juntando esto con un estomago inclemente, me tenían como una bestia de circo: hambreada y rabiosa.
-Que extraño- me dije irónicamente, tras notar que no había nada en la alacena ni en el refrigerador. Probablemente acabe en la plaza Victoria comiéndome un completo, para terminar de llenar de mierda mi estomago en algún localzuelo de cuarta.
No, no quería que este día (noche) fuera como todos, necesitaba algo diferente, necesitaba comprobar cuan desquiciado estaba, y si podía pasar al menos un día sin verla, en cada fémina que zarandee por el puerto. Así que tome algunas pastillas de un frasco, di un sorbo de cerveza desvanecida y partí. Quizás hoy sea diferente.- Lo más probable es que estés equivocado- sentencie, junto con un portazo tal, que botó el cuadro de recién casados.
Miré desde lejos este jodido puerto, mi cuna de bacanales, putas, ebrios, choros, poetas, travestis e indefinidos, sintiendo como el aire, la brisa marina se mezclaba con un perfume, ese perfume que tantas veces había comenzado mis carreras. Pero esta vez, sólo estaba solo.
A mis pies encontré el otro zapato, junto con la cruel noticia que mi ebria condición de ayer, no había notado. Eran de ella, los mismos con los que la había sepultado.

lunes, junio 29, 2009

Ruta Mar (Primera copa)

Siento el pasar del tiempo como cuchilla en mi océano. Tu voz callada como un tempano que ya no me llama, porque claro, solo eres una fotografía
Más, esta tos de tabaco me mata lentamente. Mil jarabes auto medicados y mezclados con whisky no han surtido mas efecto que embriagarme, y darme excusa suficiente para irme de juerga con algún parroquiano de algún antro turbio de este puerto, a veces dulce, a veces salado. Depende de que tan cerca de mar, en mi cabeza.
Responsabilidad, eso tu eres. Y mi gato sólo me mira con esa expresión -Iluso- en sus ojos, como queriendome decir que sólo gasto el tiempo en encontrar a quien me arrebató lo único que me hacia sentir persona y no el monstruo que ahora soy. O quizás, sólo quiere algo de comida.
El farol de afuera no funciona. La calle treinta y tres se sume en la más sórdida oscuridad. A esta altura del invierno el frió hiela los huesos del más robusto hombre; yo sin ser uno de ellos, me congelo en el pasado, en el invierno, en el olvido.
Camino vagamente, bajando el cerro. Dibujando mi estela de auto averiado por los adoquines y veredas de lo que es ya el plan porteño. Busco mi bar de costumbre- ahí está- pienso, como recordando que es el único sitio donde aun recuerdan mi nombre, mis letras, y de lo que fue aquel libro que alcancé a publicar, sin pena ni gloria. Que mas da, sólo es un bar.
Bebí lánguida y furiosamente durante varias horas, hasta sentir mi cabeza sulfurante y su recuerdo congelándome el alma; hasta que sentí un perfume entre el licor y tabaco. Era ella.
Aunque no podía ser ella. Estaba muerta y así la amo, aunque nadie pueda entenderlo, pero mis ojos no me engañaban- el alcoholizado cerebro quizás- pero era su dulce y penetrante mirada y sus mismos labios sutiles que alguna vez besé. Hasta que ese fatídico día llegó.
La seguí por varias horas, sin alcanzarla, hasta que tomo un taxi y se perdió serpenteando rumbo hacia quizás Viña.
Quizás mañana tenga más suerte.

viernes, febrero 13, 2009

Háblame


Lunes, 22 de septiembre de 2008 a las 1:02

Háblame, con tu tez dormida háblame. Si tu voz no es necia sino activa, pues háblame. Deja que no sea masa inerte lo que me dijiste ayer, cuando corrías por prados en tu mente. Como siempre lo has hecho.Somos lo mismo de siempre pero hemos cambiado, las manos, los pies, los besos, el sexo. Ya todo es diferente. Ya no se siente ese mismo candor eterno, ni esa efímera fragilidad que tanto amaba.
Y de la que tanto he escrito.
Se que vives en mis sueños, en mi cabeza. Eres la prueba indescifrable de que aun existo, que lo hago como res al matadero, esperando día a día que seas mía. Eres mi muerte. Era delicioso pensar que no existías, y dejar todo a la imaginación. Pero como de rutina estaba equivocado. Tú existías.
Viviste un par de décadas en mi cabeza. Hasta que en un andurrial de espanto te encontré. Me hallaba como el niño que encuentra a su madre luego de haber estado perdido. Me aferraba a tus faldas, anhelando quitarlas.Y fue así, enfermizo y decadente, como me gustan los romances.Pero no fue eterno. La efimeridad de los besos que ya no eran de falsedades, sino de carne y hueso no duraron para siempre. Un fatídico día dijiste ya no más, y ahí es cuando empezó lo enfermizo de este pretérito.
Te busqué como aquel niño de antes. Más, las barbas y la pena habían crecido bastante. Ya era un hombre, y no estaba para búsquedas desesperadas ni para esperas pacientes, estaba para la acción.
Me enredé entre otras faldas inocentes buscando cobijo y saciedad. Pero solo me encontré con un triste desfile de cuerpos de deseo marchitos. En los que volqué toda la ira y lujuria que llevaba escondida. Lo único que conseguí fue marchitar rosales que pudieron haber servido para embellecer está cansada ciudad.¿No me hablas?, claro estas dormida, quizás para siempre, quizás por un rato, pero duermes. Dicen que la única manera de hacer eterna la efímera belleza de tu cuerpo era dormida. Y yo lo creo así.¿Duermes?, quizás en tus sueños no esté yo para atormentarte con un amor que no fue, que se quedo en fugaces lujurias y repentinos flechazos de odio, de un Cupido ojeroso, con olor a tabaco y manchas de vino tinto en una camisa, que alguna vez fue blanca.Háblame, siento miedo. Háblame, y déjame recostarme en tu falda por última vez, esperando que la sangre de tu vientre no ensucie más mis manos, por lo menos hasta que llegue alguien.
Háblame y dime tantas cosas que siempre quise saber. Pero no, estás callada, nuevamente eres el susurro en mi cabeza, ese que me recuerda que acribille con esta navaja mi única ventana de libertad.Y sí. Esto acaba como siempre. Contigo muerta, desangrada, dormida, malditamente bella. Y yo acá, a tu lado, sufriendo de esta enfermedad terminal que se llama vida, cuyo día de muerte solo tú sabes.
Quizás por eso no me quieres hablar.