lunes, julio 20, 2009

Ruta Mar (cuarta copa, segunda botella)

El agua había perdido su tibiez ya hace diez minutos y mi rostro empapado de jabón y restos de mi barba comenzaban el escozor típico tras la afeitada. No lo hacía hace dos meses y mi rostro se había cubierto casi por completo con mi barba. Afeitado me veía más joven, así lo decía ella.
Diez de la noche. Y congelaba como un demonio, la brisa porteña, esta poética brisa porteña no significaba más que el agravamiento de mi tos. Pero así lo era, mi vida licenciosa- en voz de Nora- era la culpable de muchos de mis males, enrostrados en la realidad que no vivía un día sin una copa. Las mujeres en mi vida siempre tenían la razón, Nora y Ella. Mi amiga de la vida y la mujer de mi vida.
Bajé caminando como de costumbre, con la sensación de haberme sacado diez años de encima. Sentía el rostro tan malditamente limpio como en los días cuando intenté estudiar arte, en otro cerro frente al mar. Pero no, ya no era el mismo ingenuo lleno de ilusiones de grandeza. La pequeñez de la agonía de estos días incitaba esta locura... ella, algo quería.
La cerca ya no tenía arreglo- hum- la tuvo cuando ella aun vivía. Pero estaba seguro de que no era la cerca y que me afeitara lo que Ella quería.
La cuarta copa en el mismo bar de siempre. Rutina, nada más que la asquerosa rutina que he llevado desde que ella se fue. La de siempre, la salvedad era que Nora no estaría, Aquiles tenía gripe. Al menos en su hijo ella podía perdurar. Con el tiempo, me volvería canoso y esta tos de seguro desembocaría en un cáncer, para acabar muriendo solo, sin ningún parroquiano que se tome un último trago en ese bar del ocaso. Sin Ella.
De pronto, el viento golpeó con furia la ventana, abriéndola, dejando entrar un gélido ventarrón que derramo mi vaso sobre la barra. Una fuerte tos me vino, un ahogo endemoniado que me arrojó al suelo, frente a la indiferencia del resto de ebrios del lugar.
Entre mis tos, escupí sangre. Roja, espesa- demasiado espesa- la que empapo mi camisa y el suelo de madera roída. Mi boca sabía a ratas, mi aspecto era más deplorable que de costumbre.
-No me equivocaba con lo del cáncer- musité al notar que entre el charco de sangre había escupido algo más.
Era una medalla de la virgen, de Ella. Y esta vez estaba completamente seguro de que no era una jodida alucinación propia del alcohol haciendo estragos en mi sangre, esta sangre.
A patadas el dueño del bar me lanzó fuera, como un borracho más, al borde de un coma etílico. Llovía.
La lluvia caía gruesa, con furia. Entre el tupido velo de agua veía un silueta, una silueta a color, la de Ella. Conocía su silueta de memoria... su perfume, aroma que me había acompañado en las últimas semanas y ahora... estaba allí, aquí, sabía que no estaba loco, no lo estaba; sabía que no estaba borracho, no lo estaba.
Me acerqué con violencia a la silueta de Ella, con violencia tal que la empujé hacia el suelo. La besé con un frenesí inédito en mí. Era la pintura que mi lienzo estaba buscando, la de sus rojos labios.
Sin darme cuenta, rodamos hasta el borde de una quebrada, cayendo por ella. Sintiendo las piedras punzantes rasgar mi piel y la de Ella, comprobaba que era ella, tan bella.
Golpe tras golpe, acabé en el suelo, sangrante, feliz. Había estado con ella por última vez.
Sentía mi vista nublada, la lluvia cesaba. La silueta desaparecía, pero en mi puño conservaba un jirón de su cabello... y su medallita de la virgen.
Me levanté como pude. De seguro me había quebrado uno que otro hueso. Pero para esto estaba hecho, para vagar y beber, vagar y beber. De seguro había perdido el juicio, o mejor aún, ya había muerto y podría estar con ella, hasta que la muerte nos separe....
Sabía dónde estaba. Cerca del cuarto que arrendaba Nora.
La pierna me dolía como un demonio, apenas podía arrastrarla. No sé cómo podía moverme pero estaba llegando
-¡Por Dios, qué te pasó!-gritó Nora espantada al ver mi aspecto. No la culpo, no lucía mi mejor momento, sin contar mi pierna en su extraña posición. Dolía demasiado
Me tumbé en el sillón rojo del centro de la habitación, manchándolo de sangre y lluvia. Ella me quería cerca, de otra manera no me habría buscado. Sus zapatos, su perfume, su silueta...
Si alguien me escuchara... seguramente me olerían y sentirían lo borracho que debo estar-hum- pero era verdad, la silueta que abracé, el perfume que sentí, los labios pintados rojo que besé, eran tan real como yo, como Nora...
Y de nuevo la tos, la sangre y de nuevo la lluvia. Sentía el cuerpo molido, pero no podía dormirme, tenía que verla. Tenía que comprobar con mis propios ojos que ella ya no estaba aquí, tenía que saber lo que Ella quería decirme, debía. Se lo debía.
-Nora-dije
-¿Sí corazón?-respondió tratando de limpiar la sangre que escupía junto con mis dientes, estropeando su sillón
Ya sabía qué hacer
-¿Tienes una pala?-

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