lunes, octubre 13, 2008

Éxodo o la última redención

(Felipe Parra)


El viento de aquella pradera era un escape.

Caminé y camine durante horas. El silencio era sólo roto por el zumbido del viento entre las ramas de algunos espinos, acompañado del bramido de algunos toros que ocasionalmente pasaban por allí, era terreno pastizales, a pesar de lo seco del terreno.

El sol de aquel verano era un infierno, distinto al tenue que miramos en invierno, cuando era bendición. El calor hacia sudar mi cansada espalda, con un alo de transpiración que marcaba la camisa, que alguna vez fue blanca. Más mi cabeza no podía botar su carga en sudor, como mi cuerpo, la suya era de culpa de traición, de miedo.

Los cerros y pastizales amarillentos pasaban con furia tras mis pasos, la huida ya había acabado, pero la velocidad de mis zancadas seguían siendo rápidas; la velocidad, el vértigo, había pasado ser de una herramienta fortuita, a un leiv motive, en esta forzada ruta. La vista desde acá era impresionante: a mi derecha tenia un océano de cerros rojos y pastos secos, mientras que a mi otro lado una especie de llanura entretenía mi vista con el jugueteo de un potrillo errante con su madre, imagen triste, sabiendo que a la mía no la vería jamás. Quizás hasta el día de mi funeral, donde ella y mis familiares, mentirán diciendo lo bueno que yo era. Patrañas.

Bajé un tanto por un costado, para despistar mi andar, deslizándome entre una zarzamora, que en mi paso rasgo mi piel, dejándome una tibia marca de sangre, así como marca de fuego en un rito de iniciación. Pero este no era un inicio, sino el final de un largo camino que me había tenido vagando entre matorrales desde aquel fatídico día, obra del destino, parido del demonio.

No me acogieron driadas ni elfos, como en los sueños, sino un zorro que al verme se lanzó con furia contra mi brazo, mordiéndolo, al cual lancé con fuerza contra el suelo, haciendo cesar su aliento. Esa imagen, esa expresión en el rostro, ese gesto inerte, ya lo había visto antes. En sus ojos estaba esa última flama que se enciende a todo fulgor antes de apagarse, esas ganas de vivir que eran arrebatadas, en ya dos oportunidades, por mí.

Mi pecado era inconfesable y mi huida un éxodo eterno en estos campos desolados por el sol, el cual en su avanzada errante, como la mía, perdía su rumbo. Porque así estaba, perdido, perdido entre estos campos limpios, así, yo era un negro en medio de la nieve, un lago en el desierto.

Ya habían perdido mi huella, eso era seguro, pero no podía descansar, aunque mis piernas, mi espalda y todo mi cuerpo me lo pidiera. El miedo a ser encontrado y tener que pagar por mi error, me desesperaba, me hacía querer perderme en los cerros, entre los cardos y zarzas, entre los pastos secos y espinos.

Así que, seguí adelante.

Mi cabeza no funcionaba bien, era el calor, posiblemente, pero vi como mis piernas se perdían en la seca grama que llegaba a mis rodillas. Sentía como me hundía más y más en el camino que poco a poco se hacia vertical. Alcancé una nueva cumbre, la de mi locura.

Mis manos, cansadas de tanto dañar se fundían con el aire, que tibiamente comenzaba a arreciar, con un fresco viento. Mis piernas se endurecían y clavaban en el suelo, como un ancla final a mi huída desesperada: ya no podía correr más.

No hubo necesidad de que mi habla se fundiera con la hierba, había olvidado como hablar en el transito de mi solitaria carrera. Ya no lo necesitaba.

Ya lo había perdido todo con aquel crimen. Y lo había vuelto a perder en lo larga de esta huida, la que ahora se detendría, añoraba tanto descansar, morar estos cerros eternos y vivir del suelo, el aire, el sol, el atardecer.

Porque siendo prisionero seré libre, pensé. Pero no lo sería de los hombres, pecadores como yo, lo sería de estos campos, de estos cerros, de la hierba. Permanecería aquí y sería eterno.

Mi espalda se encorvaba con el viento, pero ya no era espalda, era tronco. Mis manos se mecían en aquella cumbre, pero ya no eran manos, sino que ahora eran ramas, hojas. Estaba siendo libre, al encadenarme a la tierra, con mis piernas, destrozadas de tanto huir.

Mi mente quedo congelada, pero mis pecados se quemaron con el último rayo de sol que aquel astro entregaba antes de fallecer. Ya no era alguien, era algo. Ya no era infierno, estos cerros serían un divino panteón. Allí permaneceré, hasta que el mundo deje de ser mundo, y los hombres, dejen de ser hombres y sean árboles, libres, incapaces de herir.

Ahora, el viento de aquella pradera ya no era un escape, me acogía, me daba la bienvenida