viernes, octubre 16, 2009

Inercia

Felipe Parra
Y no habían pasado más de quince minutos desde que dejó la alarma programada para un cuarto para las seis, cuando el chillón repiqueteo del aparato lo obligaba a levantarse. El insomnio le había ganado la partida nuevamente
Sin ganas, se puso en marcha y en menos de una hora ya estaba embarcado en el buque de lata con ruedas que lo llevaba a su destino, no de aquel destino ontológico y filosófico, sino más bien sólo a su trabajo.
El sol se levantaba fuerte en Octubre y los raídos lentes de sol que portaba, no le otorgaban protección que sirviera ante la magnitud de su peor enemigo, el astro rey. La gente en el vehículo portaba un rostro, no menos deprimente que el de él, mujeres ojerosas, niñas durmientes, ancianos despiertos y hombres, como ovejas embarcados junto a él, sin siquiera saber el nombre del de al lado, sin importar que compartían el microbús desde hace ya cinco años, por lo menos.
No estaba atrasado, como de costumbre, pero su ardiente impaciencia de siempre lo hacía subir las escaleras raudamente, hasta llegar al quinto piso, claustro que lo mantendría preso por el resto del día. La oficina, solitaria, carente de luces encendidas, ordenada aun, virgen de hombres y mujeres que moviesen una hoja o que desordenaran una silla. Claro, aun quedaban treinta minutos para que llegase, tan sólo la primera persona, el conserje.
Encendió una a una las luces de los pequeños cubículos que aderezaban la pastel habitación. Siempre había querido hacer eso, pero la inercia de los días que pasaban uno a uno como salidos de la copiadora de junto a su escritorio lo hacía hacer siempre, lo de siempre Luego se tumbó en su incomoda silla y tomó el teléfono, sin ganas de marcarle a nadie, era esa misma inercia que lo hizo levantarse, la que dominaba su actuar hasta por lo menos las 10.
El día era hermoso. Pero él estaba condenado a estar el día completo ordenando papeles y sacando cuentas. No podía pedir más, era la vida que había decidido vivir desde ya treinta y nueve años. Años que mañana serían cuatro décadas completas.
La vida allá afuera era demasiado bella para ser narrada desde estas cuatro paredes, por lo que él se levantó decidido. Tomó unas carpetas de su escritorio y se puso a trabajar. Completó siete formularios en un poco rato, dejándolos en el costado, frente a la copiadora. Ya casi llegaba el conserje.
Sonrió apaciblemente, mientras miraba el reloj a punto de sonar. Este, un poco más alegre que el del velador de su casa, sonaba sólo a las nueve treinta y a las seis, con un chirrido alegre, asimétrico. Un real despertador.
Y así lo era, al fin las cicatrices del insomnio habían cerrado por completo. Veía tan claramente las cosas que la luz ya no lo cegaba, más bien era la perfecta bendición matutina, como siempre debió ser. Encendió la cafetera y se sentó entre las persianas y la puerta, aguardando el tic tac del reloj.
El conserje venía atrasado, como de costumbre. Él lo sabía muy bien, conocía las rutinas de todos y cada uno de los individuos que vendían seguros tal como él, incluido el conserje y la preciosa chica que vendía los almuerzos a las una y media de la tarde. No era psicopatía, era empatía, le interesaba saber cómo estaba el que compartía espacio con él, le importaba que a la secretaria del cuarto piso se le haya muerto el esposo, que la de contabilidad tenía un romance con el jefe, que su compañero de oficina era homosexual y no se lo había contado aun a su mujer y muchas cosas más.
Entonces, sabía lo que venía. Sólo faltaba que sucediera.
El anciano que se ocupaba del aseo recorría todos los pisos, verificando que esté todo ordenado y presto para que los yuppies de siempre, como él, comenzaran su jornada de papeleos y números que el conserje desconocía. Una vez lo vio en la hora de almuerzo hojeando a Dostoievsky, tumbado en una escalera, fumando un cigarro barato.
El hombre entró a la habitación en el preciso momento que el café anunciaba su ebullición. Él lo tomaba con ambas manos para sentir el calor quemando en sus yemas, ya no hacía frío, más bien lo hacía por su ya conocida inercia. El tipo del aseo no pudo ver la figura del casi cuarentón, sólo pudo ver sus ojos verdes cuando era empujado contra la ventana abierta de antemano. El hombre pudo sentir un envidiable viento frio en su cuerpo ingrávido en el aire durante los cinco pisos que antecedían una muerte segura. Y así lo era.
Él se ajustaba la corbata, le importaba lucir bien, sobre todas las cosas.
Miró desde arriba al viejo inerte, en el fondo del pavimento, rodeado de hormiguitas que se codeaban para mirar de manera morbosa a quien no supo aterrizar de manera correcta.
Si alguien le pregunta por qué lo empujó, él ya sabía la respuesta. Le echaría la culpa a la inercia, la bendita inercia.

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