viernes, agosto 08, 2008

Rugidos del cielo

(Felipe Parra)

Me había sumergido en una vorágine inmensa, una llena de colores rosa y de oscuros fulgores. Había llenado mi mente banal de cosas tan elevadas que ni yo mismo entendía. Me había llenado de tanta historia y ficción que mi mente echaba de menos ese dulce y agraz modo que tiene la realidad. No sabía cuanto me arrepentiría.
Cabalgué de vuelta a casa como por media hora. Los árboles al pasar parecían latigazos de hielo, opuesto a las suaves caricias que fueron aquellos matorrales cuando la conocía a ella. Una historia pasada que ya no parecía importarle a nadie. Aquella novela paso sin pena ni gloria, sin premios. Más aun, nunca recibí ganancia por ella. Otra puta mal parida.
Conté los segundos de llegada. El naranjo de la entrada me susurraba palabras en su extraño idioma de verdores y fatas. Aquellos logos que el tiempo perdió entre la soberbia y la mala gana de las ciencias de los hombres. La naturaleza gritaba, pero las bocinas nos hacían imposibles de escucharlas.
Amarré la bestia, al poste del tendido. No pretendía pasar mucho tiempo dentro de la casa. El insomnio indolente que dominaba mis noches, le cantaba las mañanitas al atado de nervios que yo era en los días. Un dialogo digno del psiquiatra, como diría mi amigo, el psicólogo. La casa sola no otorgaba mayores paisajes que los cuadros de mi padrino, el frutero de la mesa y las puertas cerradas de aquel hogar. Si es que merece aquel nombre al ser mero garage de mi persona. Un hogar no lo hacían las paredes, sino la gente que hay en ella.
Miré con paternidad la foto sobre la chimenea. Yo, recibiendo aquel galardón -el único- de manos de aquel conocido poeta porteño. Mi sonrisa falta de sincera, se denotaba más fingida que nunca. Mis ojos entrecerrados, cegados por el flash de la cámara, hacían patente mi malestar en aquel momento. Odiaba las fotografías, y que más se puede pedir si ni siquiera vestía un saco elegante, ni boina, como aquellos poetisos banales, perdidos en la copia de imágenes de antaño.
Miré los cuadernillos sobre el buró, llenos de rayones y anotaciones ebrias, carentes de conexiones lógicas y plasmadas de absurdos y burlas a los buenos viejos. Sonreí al verlos. Ningún padre encontraba adefesio a su hijo, aunque este fuese Absimiliat mismo. Hojeé los papeles en una búsqueda azarosa. No buscaba nada en particular, sólo buscaba entretener mi mente, buscarle algún sentido a mi deambular zombiesco por las horas de la madrugada.
Sentí un ruido afuera, un relinchar de mi negro, un mal augurio -como diría cierto caballero-, un ruido que de sorpresa me hizo derramar un florero sobre el fuego de los papeles arrojados sobre el caoba escritorio. Salí a ver que sucedía en la boca oscura del lobo estepario, las llanuras inocentes, las arboledas escondidas. Mi caballo, alborotado por la partida del blanquinegro de la otra caballeriza. El otro bruto había partido sin cincha ni rienda. Desnudo, libre, pero no la libertad alegre, como todos la ven, sino la que nos habla de soledad, de espanto.
El manso animal nunca se había comportado así. De seguro algo lo había espantado. Un ruido, una bestia, quizás algún perro vagabundo. Como aquel que llevaba dos meses asolando los gallineros. El viento arreciaba con furia. El gélido brazo del sur palmoteaba mi espalda llenándome de temblores y temor. Temor, quien pensaba en él, cuando había dedicado estos últimos diez años a divertir el seso con fantasías e historias que, dejaban con el gusto de que algún día se volverían realidad. Por suerte nunca sería así, pues se llenarían los arrabales de sicópatas, de putas, de mujeres fatales y benignas, de borrachos y bohemios, de victimas y victimarios.
La puerta se cerraba de golpe. Mis latidos no cesaban de incrementar su frenético ritmo. Mi oscuro se impacientaba en ir en búsqueda de su hermano. El cielo rugía con todo su esplendor, mandando dagas de agua. Una tan copiosa lluvia, que cegaba mis ojos, mi mente, mi valentía.
Me armé de padrenuestros y me monté en mi caballo. Lo espolonié con la ira del que huye. Pues me seguía, me seguía el ruido de los naranjos de la esquina, el susurrar de las gotas cayendo con violencia sobre la tierra, el cielo quebrándose sobre mi con gritos y pataleos. La valentía era un absurdo sueño en mi carrera. Sentía que me alcanzaban, sentía el corazón saliéndose de mi boca. El alma escapándose del pecho, huida por el miedo, por el agua, por el rugido, por el miedo.
El suelo barroso, hundía mi presencia. Sentía que el negro se hundía, que se lo llevaba el rugido del cielo a mi espalda, hasta que cayó. Cayo el rocín negro que me acompañaba de potrillo -refiriéndome a él y yo- y mi humanidad desbocada en un grito sordo fue a parar al Hades del suelo, mordiendo voces y lengua. De cara al barro sentí como el negro huía en la misma dirección de la otra bestia. Más, la que me seguía me había alcanzado.
Un último rugido, ilumino su rostro. Era ella. La diva de mis sueños, el monstruo de mis pesadillas. El personaje eterno de mis novelas encerradas en la caja de Pandora, que en mi mente había abierto. Estaba allí parada frente a mi, junto a los borrachos, putas, bohemios, victimas, sicópatas y amantes fugados. Todos me seguían y en la inmensa soledad rugían sus venganzas sobre mi cuerpo tendido sobre el barro de aquellas soledades. Estaba solo. Nuca había sentido el miedo de aquella tan oscura manera, el arrullo de la soledad ahora era el bestial rugido del cielo que me acongojaba hasta minimizarme en la nada. Mi mente se sumergía en aquella vorágine que en un inicio había entrado. Los oscuros armados de sus venganzas se abalanzaban sobre mí, quien chillaba entre gritos sordos y estremecedores, llenos de espanto, de demonios, de navajas cortando mi carne mis huesos, mi alma.
Ahí permanecí, tendido, sobre el barro, para siempre, condenado a vagar por las arboledas y naranjos miles de eternidades, hasta que otro iluso abra la caja de Pandora, dejándome salir del laberinto para arrojar a la vorágine, a quien osara entrar en los dominios de ellos, de los cuales, ya era otro más.

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